19 Sep
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La educación secundaria obligatoria es un pilar fundamental en las políticas educativas de la mayoría de los países. Se concibe como un derecho y un deber, una herramienta esencial para el desarrollo individual y social. Sin embargo, en un mundo en constante cambio, es crucial reevaluar qué significa realmente esta obligatoriedad. La discusión no debe limitarse a la imposición de una asistencia física, sino que debe extenderse a la necesidad de garantizar una educación de calidad que justifique esa misma obligatoriedad.

Obligatoriedad vs. Presencialidad

Tradicionalmente, la obligatoriedad de la educación se ha interpretado como la asistencia obligatoria a una institución física. Este modelo, si bien efectivo en su momento, ha demostrado ser rígido ante los desafíos del siglo XXI. El acceso a la información y las tecnologías de la comunicación han abierto un abanico de posibilidades educativas fuera del aula tradicional.

La pandemia de COVID-19, por ejemplo, aceleró la adopción de modelos de aprendizaje a distancia y semipresenciales. Esto demostró que la educación puede continuar sin la presencialidad física diaria, siempre que existan los recursos y el acompañamiento adecuados. En este sentido, la obligatoriedad debería enfocarse en el logro de resultados de aprendizaje y la adquisición de competencias, independientemente del lugar donde se lleven a cabo. Un estudiante podría cumplir con su obligación educativa a través de programas en línea, educación en el hogar con supervisión, o modelos híbridos, siempre y cuando se demuestre que está avanzando en su formación. La flexibilidad en la modalidad no debilita la obligatoriedad, sino que la moderniza y la hace más inclusiva.

La Calidad como Condición de la Obligatoriedad

El segundo punto, y quizá el más crucial, es que la obligatoriedad de la educación no puede sostenerse sin una educación de alta calidad. ¿Se puede realmente obligar a un adolescente a asistir a un colegio si el entorno no es seguro, el currículo es obsoleto o la pedagogía es ineficaz? La respuesta es un claro no.

La obligatoriedad de la educación impone al Estado y a las instituciones educativas la responsabilidad de ofrecer un servicio que valga la pena. Si la educación que se brinda carece de calidad, pierde su legitimidad. Obligar a alguien a un sistema que no lo prepara para el futuro, que no fomenta su pensamiento crítico, su creatividad o sus habilidades sociales, es contraproducente. Lejos de ser una oportunidad, se convierte en una imposición frustrante.

La obligación de educarse debe ir de la mano con la obligación de ofrecer una educación que sea relevante, innovadora y estimulante. Esto implica:

  • Currículos actualizados que integren habilidades del siglo XXI.
  • Docentes capacitados y valorados.
  • Infraestructura adecuada y tecnología al servicio del aprendizaje.
  • Evaluación formativa que se centre en el progreso del estudiante, no solo en la memorización.

En conclusión, la obligatoriedad de la educación secundaria es una meta loable, pero debe ser un concepto dinámico. No es solo un mandato para que los jóvenes ocupen un asiento en un aula, sino un compromiso para asegurar que esa experiencia sea valiosa. La verdadera obligatoriedad se logra cuando la educación es tan atractiva y de tan alta calidad que los estudiantes eligen activamente participar, no porque se les obligue, sino porque ven el valor inherente en su propia formación.

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