25 Nov
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La autonomía es, a menudo, presentada como el pináculo del desarrollo individual: la capacidad de autogobernarse, de tomar decisiones informadas y de forjar un camino propio. Sin embargo, esta visión individualista es, en el fondo, una utopía cuando se la concibe en soledad. La supuesta autonomía que se ejerce al margen de lazos y estructuras de apoyo no es libertad, sino una forma de supervivencia donde el individuo solo busca asegurar su propio sustento sin red. La verdadera autonomía solo florece en el caldo de cultivo de la comunidad.

El desarrollo de la autonomía requiere un espacio seguro donde el error no sea un castigo, sino una fuente de aprendizaje, y donde el feedback sea constante y constructivo. Este entorno es, por excelencia, la escuela. Asumir este rol no es una opción para la institución educativa, sino una responsabilidad fundamental. La escuela debe ser el ecosistema donde se ensayan las decisiones y se aprende a convivir con sus consecuencias, siempre con la certeza de que existe un otro dispuesto a sostener y orientar.

Si limitamos la enseñanza de la autonomía a los planes de estudio del alumnado, fallamos en la misión. La autonomía debe ser un principio que impregne toda la cultura escolar. Es imperativo que la escuela desarrolle activamente la autonomía de sus docentes, permitiéndoles tomar decisiones pedagógicas significativas, adaptar currículos y experimentar con metodologías sin miedo a la rigidez burocrática. Un profesor autónomo es el mejor modelo y mentor para un estudiante que se está formando.

De igual forma, los equipos de gestión deben ejercer y promover su propia autonomía. Esto implica ir más allá de la mera administración de directrices externas para convertirse en líderes que adaptan el proyecto educativo a las necesidades específicas de su comunidad. Un equipo directivo que ejerce su liderazgo con decisión y responsabilidad crea un marco de confianza que se irradia hacia toda la institución, facilitando que todos los actores—estudiantes, maestros y personal—se sientan empoderados.

En esencia, la escuela en comunidad se convierte en el laboratorio donde se aprende a ser autónomo con y para otros. El estudiante no solo aprende a elegir, sino a dialogar su elección con sus pares y maestros. El docente no solo decide cómo enseñar, sino que lo hace en un marco de colaboración con sus colegas. La autonomía que se gesta en este entorno comunitario es robusta porque está probada en la interacción, es responsable porque incluye la perspectiva del otro, y es, finalmente, la única que garantiza que el individuo pueda autogobernarse mientras contribuye activamente al bienestar colectivo. Es el paso de la simple supervivencia individual a la verdadera ciudadanía activa y consciente.

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